Hace una mañana templada, anticipo de la primavera, y estoy sentada en el banco de hierro del jardín, debajo del olmo. Me hace bien tomar un poco de aire fresco -eso dice Sylvia-, de modo que aquí estoy, escondiendo el rostro ante el timido sol invernal y volviendo a mostrarlo, como si arrullara a un bebé; mis mejillas están tan frías y mustias como un par de melocotones dejados demasiado tiempo en la nevera.
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