Un día de noviembre, cuando todo sucedía sin detenerse a esperarme, tomé conciencia de mi estado. Estaba sentada, llorando, en un banco de la iglesia de las Mercedes. Miraba aquel mural del pintor García Ramil que he visto toda mi vida y que indefectiblemente me empujaba a contar sus figuras con obsesión.
Conté ciento treinta y cuatro con los evangelistas y el coáo de angeles, pero me di cuenta de que unos angelitos se me quedaban traspapelados en la parte izquierda. Marina, mi hija pequeña, me cogió la mano y me miró arrugando la frente, redondeando sus ojos hermosos y oscuros, con esa cara que quiere decir: Ama, no te vayas lejos, que te necesito.