El Agorero
actuó con una precisión pasmosa.
Si alguien hubiera tenido la mala fortuna de
cruzarse con él, habría concluido que se movía como si conociera hasta el
último rincón del convento. Enfundado en una capa negra que lo cubría de pies a
cabeza, atravesó las filas vacía de bancos
de la iglesia, giró a su izquierda rumbo a la capilla de la Madonna delle
Grazie y se internó sacristía adentro. Nadie le salió al paso. Los frailes
estaban a esa hora reunidos en capítulo extraordinario, ajenos a la llegada del
intruso.