Continuó caminando hacia el templo de Debod. El sol asomó tímidamente sus rayos entre las nubes recién descargadas de lluvia y lo iluminó, dotándolo de un aspecto irreal y definiendo mejor lo que era: un pedazo de historia ajena, insertada en la propia, al que dedicarle, como poco, una mirada curiosa. Cruzó la calle y se sentó en un banco frente al monumento. En menos de una hora vería a Isabel Comerían en un pequeño restaurante belga, especializado en mejillones y cervezas, El Atelier Belge.
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