A primera hora de la mañana, el suegro de Groc, Vicent Ferrer, deja que los tibios rayos de sol de principios de febrero le acaricien la frente. Viste blusa y chaleco negros, y a sus sesenta años -y casi los mismos de trabajo en el campo- es un anciano de pelo cano y rostro terroso y agrietado. Sentado en el banco de piedra junto a la puerta de su casa, en la calle de San Víctor, vigila a sus dos nietos pequeños, hijos de su hija Josefa, que juegan cerca.
-Yayo, ¿cuándo volverá la mamá? -pregunta el pequeño Tomás, de cuatro años.
-¡Cuando la dejen los negros! -se apresura a responder su hermana Joaquina, de apenas siete años, sentada en el suelo de la calle mientras juega a lanzar piedrecitas y recogerlas sobre el dorso de la mano.
El abuelo Vicent suspira y piensa en la desgracia de su hija Josefa y de Manuela, su nieta mayor.
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