Cuando era pequeña -cuatro o cinco años-, su madre le pedía que la esperara después de clase sentada en un banco del patio del parvulario y le prometía que, si se portaba muy bien, la dejaría columpiarse.
Su madre se retrasaba muy a menudo, a veces ni siquiera iba, y en esos casos la directora del colegio le decía a la niña que volviera sola a casa. Su padre, pese a sus promesas, no iba nunca. Y muchas veces, la niña esperaba hasta muy tarde, portándose bien, muy bien, que su madre llegara y la dejara columpiarse.
La tienda de los suicidas.
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